Tesoro del alma

12.04.2015 17:00

  

 

 

 

 

  Tesoro del alma

 

     Me habían encargado a martincito. Fui a retirarlo de su casa pasado el mediodía a eso de las dos. No hacía calor ni frío, la tarde era maravillosa para un paseo por el parque. Así que toque el timbre de su casa, él mismo me abrió la puerta y me recibió con un abrazo profundo mientras hincaba mis pies para que su altura me alcanzara, me apretó fuerte como para que no me alejara, además me brindó un beso dulcemente sustancioso. Había una aglomeración de ternura entrando en mi corazón, era una sana costumbre en él, recibir a todos de tal cariñosa manera.

      Por lo cual lo cargué sobre mi espalda y lo llevé unas dos cuadras a caballito. Le encantaba jugar de esa manera, Martincito era el jinete mientras yo hacía las veces de unicornio. Nunca lo hube visto triste, siempre estaba riendo y desplegando vida por todas partes. Cuando estuvimos en el parque nos lanzamos por los toboganes hasta el cansancio, sentimos el placer de movernos en el aire como volando en las hamacas, creamos ciudades y castillos en la pileta de arena donde no existiera ni un solo pobre y ayudamos como buenos samaritanos a una abuela a cruzar por la calle. Hacíamos un buen equipo juntos. Los ancianos que nutrían a las palomas recostados entre los árboles, explotaban de felicidad al verlo utilizar la ciencia del amor. Cuando ya era tarde lo alcancé hasta su casa. Sus padres ya habían llegado del lugar que les impedía cuidarlo durante las horas que estuvo conmigo, estaban esperándolo a la puerta. Nos dimos la mano antes de que recorriera ese sendero hacia sus padres. Salió corriendo decidido a abrazarlos, pero antes de llegar se detuvo a medio camino, señaló su corazón con su mano y sonrió. Aprendí en ese segundo a ser feliz a cada momento y comprendí porque a los niños Down le llaman también niños especiales, con tamaño corazón no es para menos, no creo que exista algo tan humanamente comparable en toda la existencia.         Mientras volvía a mi domicilio fue cuando deduje que era necesario tener al menos un mínimo de su inteligencia para que el mundo estuviera completamente a salvo del desastre que lo enferma. Porque el mal si, señora, señor, es una discapacidad mental.

 Autor: Iluminado