El rey avaro

22.08.2016 01:57

         El rey avaro

       …Dios dejó caer su cabeza y la movió hacia ambos lados. Entonces en todo el paraíso se supo que el tiempo había terminado. Sólo se oía el arpa encantadora de almas del ángel de la muerte y el último aliento de aquel hombre al expirar sobre su trono.
       Es posible que hayan pasado siglos de esto, sin embargo la historia se repite con el nacimiento de alguien similar.
        Hubo una vez en una vieja ciudad del mundo un rey llamado Rubén I al cual todos los aldeanos apodaban el avaro. Por más que este tenía cuantiosas riquezas nunca le alcanzaban para llegar a complacerle. Cada día que transcurría movía los precios a su antojo y tazaba y añadía impuestos a su golosa conveniencia. Todos los habitantes eran fervorosos obreros a quienes apenas les daba para sobrevivir el día a día. Pero a todo esto el rey Rubén I, se mostraba en desconocimiento, sus intereses sólo recaían en acrecentar su fortuna para vivir mejor de lo que ya vivía. Cada moneda que sacaba a los pobladores las acumulaba en sus extravagantes montañas de oro, las cuales eran incontables. Cierto día creyendo que ya era suficiente, se dijo:
"ahora sí reposaré y disfrutaré de mi fortuna, mientras mis ignorantes esclavos siguen engordando mis montañas de oro".
       En ese preciso momento hubo un fuerte ajetreo del mundo, como si dos dedos inmensos apretaran y agitaran una esfera diminuta. Dios dejó caer su cabeza y la movió hacia ambos lados. Entonces en todo el paraíso se supo que el tiempo había terminado. Sólo se oía el arpa encantadora de almas del ángel de la muerte y el último aliento de aquel hombre al expirar sobre su trono.
El alma del rey fue presentada ante el juicio de Dios, quien le preguntó:
- ¿Y ahora de qué te servirán las riquezas que has acumulado en la Tierra? Y a continuación, Dios mostró al rey avaro por medio de sus ojos, como los aldeanos repartían el tesoro acumulado durante tantos años de robo. Inmediatamente se cayó de rodillas y besando los pies del verdadero Rey imploró su perdón. 

Autor: ILuminado