El milagro más puro
Este relato es un homenaje a todas las personas solidarias, que convierten el arte del corazón en verdaderos milagros. Para todos los payasos o artistas que recorren hospitales o diversos centros, ayudando a pasar gratos momentos a niños o personas enfermas.
El milagro más puro
“Es tan sencillo hacer milagros que Dios los hace cada día en cosas que parecieran ser tan pequeñas como por ejemplo el respirar”
Pregunté a la recepcionista de la entrada y me dijo que el niño se encontraba en el tercer piso. Levanté mi maleta, la cual había reposado sobre los mosaicos y me dirigí al ascensor. Me tropecé allí con algunas enfermeras simpáticas que ejercitaban su valiosa labor, reímos hasta arribar al piso destinado. Una de ellas me guío por los pasillos hasta una habitación vacía. Allí abrí el equipaje. Saqué el traje remendado agraciado en vivos colores y me lo coloqué, a propósito ya no daba con mi talle, pero era una cuestión de vida o muerte. A pesar de que los botones estaban por salir despedidos y algo de mi barriga salía hacia fuera me dispuse para mi misión. Debí llamar a la ayuda de la señorita Morrison que ya llegaba a sus noventa años y, a pesar de estar sobre una silla de ruedas se presto solidariamente para maquillarme. Que bien que pintó mis mejillas, aunque le falló un poquito el pulso con respecto a la sonrisa roja que delineaba mis labios. No tenía mucho más tiempo para correcciones, así que me puse la nariz de payaso y caminé a la habitación número 33. Abrí la puerta, allí estaba Martincito sobre la cama, su enfermedad parecía marchitarle el rostro. Cuanta pena sentí al verle tan joven en ese hospital. Aunque me llené de fuerzas y mientras él me observaba como bicho de otro pozo intenté simular unas piruetas. El hecho fue que ganó el desequilibrio y el desatado movimiento hizo que todos los botones salieran expulsados y mi camisón de payaso me dejó a la intemperie la barriga. Uno de mis largos zapatos quedó clavado como con pegamento a medio camino y la corbata casi como un collar en aprietos, del bonete no supe su destino. Fue un papelón mayúsculo, aunque pude verle desde el suelo, sus ojitos crecidos de luz, y con una sonrisa complaciente sobre su rostro y válgame Dios, que ese fue un verdadero milagro. Las enfermeras me ayudaron a levantarme del piso pues había trastabillado, sin tener que disimular ninguna acción chistosa. Mentí al decirles que una de las sillas me había hecho una zancadilla, temí perder mi popularidad de superhéroe. Así que me retiré del hospital. Las enfermeras morían por los abdominales flácidos que pudieron observar sobre mi cuerpo atómico. Cosas como esas no se ven todos los días.
Semanas más tardes, me notificaron que martincito había vuelto a hablar después de un año de silencio y de que presentaba una notable mejoría respecto a su enfermedad, el médico se impactaba al asegurar que Dios había actuado secretamente y que se curaría pronto. Pude sentir la verdadera felicidad recorriéndome el alma. Para eso estamos los payasos, sobre todo los que no somos de circo. Los que somos más caseros, un poco niños, otro poco padres, y vamos por el mundo despegando sonrisas, sobre todo, -y esto es un deber de nuestra corte- donde más se necesitan.
Autor: Iluminado
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